(Me mueve el deseo de una madre por oir a su hijo hablar)
Las palabras se someten a cada instante al filtro de nuestros pensamientos, pensamos, identificamos e intuimos y buscamos racionalmente darle forma a nuestras ideas a través de la palabra.
Se habla permanentemente de todo tipo de poderes: del poder de la política, de la tecnología, del armamento militar de tal o cual país. Incluso, se habla del poder de la prensa, a la que el estadista inglés Edmund Burke definió, justamente, como el “cuarto poder”, detrás de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial de las democracias occidentales. Y todavía se pude hablar de más poderes: el poder de la espiritualidad, el poder de la imaginación humana –que no tiene límites- y hasta el poder de la naturaleza.
Sin embargo, hay un poder que sobrepasa a todos estos: el poder de la palabra. Todas las acciones humanas, desde la articulación del pensamiento, su cultura, sus quehaceres diarios, etc, están entrelazados y sustentados en solo 28 signos que representan un alfabeto que, a su vez, es capaz de representar en sonidos, absolutamente, toda la realidad humana, todo lo que le rodea, todo lo que lo hace ser un ser pensante; el único ser que se da cuenta de que se da cuenta.
Lo primero que hacemos frente a la realidad desconocida es nombrarla, bautizarla, lo que ignoramos no lo podemos nombrar. Aún así parafraseamos y asignamos palabras a lo nuevo y desconocido. Códigos y jergas se inmiscuyen en nuestro lenguaje.
Todo aprendizaje comienza como enseñanza de los verdaderos nombres de las cosas-o así lo hemos creído- y termina con la revelación de la palabra, piedra angular donde se soporta todo el saber, y desnuda nuestra ignorancia. Aún el silencio dice algo, pues trae consigo signos que revelan y expresan . Es de esta forma que nos damos cuenta que no podemos huir del lenguaje, siempre comunicamos, incluso en estados de inconciencia, estamos atrapados por el poder del lenguaje. Por el poder de las palabras que son la cristalización de los pensamientos.
Las palabras para el hombre oral eran poderosas, estas podían herir como flecha o lanza, se pensaba en ellas como eventos, como en algo verídico que sucedía, se creía en dicho poder, simplemente porque las palabras venían de hombres libres e impredecibles y tenían impreso ese potencial impredecible. Para muchos después de Gutemberg las palabras reposaban pasivamente sobre hojas y páginas, esperando a que alguien les diera vida y realidad.
Ese código compartido por cada humanidad lingüística es la que posibilita la comunicación. Las palabras no viven fuera de nosotros, nosotros somos su mundo y ellas el nuestro.
Palabras y cultura
La conducta del hombre al hablar responde a ciertas necesidades de las apetencias humanas, es así que la palabra soporta al ser humano en cuatro parámetros fundamentales:
Contribuye a que se conozca a sí mismo, a que encuentre placer, a que investigue su entorno y a que pueda comunicarse con los demás.
Otros enfatizan en el papel preponderante de la palabra como trasmisor de cultura. Asignan al curso de las culturas y civilizaciones la influencia del habla como llave que abre la puerta a todo nuestro legado.
La misma condición humana ha condicionado a través de las palabras, la manera como los hombres se relacionan entre sí.
Y aunque para muchos, las palabras sean solo eso: palabras, la manera como se ordenan y se dicen, también marca y determina la diferencia. Se atañe el poder de la palabra, no al código en sí, sino al sentido, la carga y todos los aderezos que la acompañan al ser articuladas.
Independientemente de que sea justo o no, se nos juzga por la forma en que hablamos. “Saber Hablar” se convierte en un recurso estratégico correlacionado con la riqueza, el prestigio, el poder y el conocimiento.
Sin la palabra no seríamos nada. Parece obvio, pero con el desarrollo del lenguaje, allá en los tiempos que separan a la historia del más remoto pasado, los seres humanos descubrieron el verdadero poder, el que nos ha hecho la especie más poderosa –y más peligrosa- de este frágil planeta que compartimos con cierta irresponsabilidad.
Es tan poderosa la palabra que en algunas culturas orientales y del medio oriente, se decía que ella había sido entregada a los hombres por los dioses, y que era potestad de ellos. Los Sumerios aseguraban que el Dios Marduk, el más importante del panteón antiguo en la Mesopotamia, se había compadecido con esos seres que había inventado y que no podían comunicarse. Entonces les entregó la palabra, les enseñó a hablar…
En el génesis, por ejemplo, tras la expulsión de Adán y de Eva del paraíso, Dios le quitó a los animales la capacidad que tenían para comunicarse con los hombres. Porque hasta antes del pecado todas las especies podían comunicarse. Sin olvidar que en castigo por querer construir una torre que alcanzara los cielos, Dios castigó al hombre con la confusión de las lenguas. Y desde entonces intentamos comunicarnos a través de una maraña de signos y símbolos que nos hacen, otra vez lo obvio, seres humanos.
¡Quién no ha quedado fascinado y sorprendido con los gracejos de los culebreros paisas, que confunden con ese manejo tan fascinante y castizo de la palabra, que nos obliga a comprar, como si fueran las mejores gangas, aquellas baratijas innecesarias y aquellas chucherías de bolsillo que se deshacen al primer momento.
La palabra lo es todo: es como un túnel o una máquina del tiempo, que nos permite reconstruir, con la minuciosidad del relojero, y con la paciencia del artista; el pasado, el presente y el futuro.
El maltrato a la palabra
Sin duda alguna a diario atropellamos y somos atropellados por las palabras, esas mismas que vienen de hombres libres e impredecibles, y que se presentan ante nosotros como realidad y verdad. Y aunque ya no se dé ni la mitad del crédito del que gozaba antes, éstas nunca pueden pasar inadvertidas. No dejarán de hacerlo aunque por años nos sigamos preguntando ¿Por qué seguimos utilizando mal la palabra?
Siendo conscientes del daño que puede causar pronunciar una sola de ellas, acudimos a éstas de manera instintiva como seres humanos, para construir o destruir. Pero lejos de esta afirmación maniquea, este poder ostentado por siglos encarnado en hombres y mujeres que han hecho historia por el rumbo que causaron sus palabras y actos no resulta en vano.
Algunos han preferido trascender en el mundo por la elocuencia, otros por la integridad en su uso, o en su exagerada pulcritud al usarla.
También por traspasar los límites que la misma permite, haciendo un uso indiscriminado de este don. Y aunque se exhiba como un trofeo, ¿quiénes ostentan el título de tratar peor su propia lengua? Esto más que ser un escarnio, es una realidad inevitable.
Es indiscutible que la infinidad de recursos, estrategias y posibilidades que ofrece el uso de la palabra exceden en demasía cualquier otra forma de expresión. Y lo que para unos es una simple “representación gráfica de los sonidos” para otros sigue siendo el más importante elemento de comunicación. Las palabras tienen primacía sobre otras formas de comunicación, las palabras escritas parecen marcas superficiales sobre el papel en espera del sentido y realidad que adquieren cuando se verbalizan.
Será por ello que frente a su importancia, la palabra sigue siendo impotentemente maltratada. Sigue siendo esta hermosa herramienta propia de los seres humanos: con la que razonamos, trascendemos, sentimos y destruimos. Esta que nos ha sido dada como una extensión más de nosotros mismos, la cual nos permite comunicarnos y en muchas circunstancias utilizarla. Palabra, pensamiento y acción, aspectos íntimamente ligados a nuestro ser. Pero ante todo palabra.
Por Dorian Constanza Lizcano, Docente Escuela de Gramática
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